martes, 28 de febrero de 2017

LA POESÍA QUE PALPITA EN "MOONLIGHT"



Tráiler oficial




            Después de ochenta y ocho ediciones de entrega de los Oscars, llegó la ochenta y nueve y a la 89ª fue la vencida. Ya habían ocurrido cosas, sobre todo a partir del último tercio del siglo XX: en la 45 edición, Sacheen Littlefeather, nacida Marie Louise Cruz, subió al escenario para rechazar el galardón recién concedido a Marlon Brando por su papel protagonista en El padrino (1973), de Francis Ford Coppola, en protesta por el tratamiento que los nativos norteamericanos recibían en la industria del cine y de la televisión.


          En 1977, Woody Allen ir a la ceremonia donde le fueron concedidos los premios a Mejor película, Mejor director y Mejor guion por Annie Hall puesto que ese día tocaba el clarinete en un club de jazz de Nueva York; y, en fin, en 1993, el ateísmo de Fernando Trueba le impidió agradecer a dios la concesión del Oscar a la Mejor película en habla no inglesa: en su lugar lo hizo a Billy Wilder, en quien sí creía y sigue creyendo, a pesar de que el cineasta norteamericano haya fallecido. Pero, desde luego que lo del esperpento en la entrega del premio a la Mejor película en la 89ª edición supera con creces lo imaginable. Por buscarle el lado bueno, diría que puso una chispa de humanidad en un contexto de abulia y tecnología como el preside las sociedades actuales. Sin embargo, quizá hoy más que nunca necesitemos la protesta pacífica de Sacheen Littlefeather.

            El caso fue que, contagiados quizá por la fiesta del carnaval que se celebra en estos días, la ganadora no ha sido La La Land (2016), de Damien Chazelle, como se anunció en un primer momento, sino Moonlight (2016), de Barry Jenkins.


Pero si el final fue de chirigota, lo cierto es que uno agradece íntimamente que se haya distinguido con el principal premio a esa magnífica muestra de cine independiente rodada en tres semanas con un elenco de actores desconocidos, al menos para el espectador europeo, que se erige como un certero alegato a favor de la poesía incluso en las peores circunstancias. 


Y es que, efectivamente, es muy difícil imaginar un contexto social más duro para situar la acción.

            Repasemos dicho contexto muy rápidamente: Chiron, el protagonista es hijo de padre desconocido y madre yonqui, de la que se sugiere que se prostituye para poder pagarse sus picos. Además, es negro, vive en un barrio totalmente marginal del estado de Florida, cuya estética a mí recuerda la de África en un ambiente de exilados cubanos, es homosexual y padece por ello el acoso de sus compañeros de clase, negros también. De manera que, prostitución, drogadicción, exilio, exclusión social y bulling son los pilares básicos sobre los que se sustenta Moonlight: verdaderamente es muy difícil imaginar peores tiempos para la lírica.

             Sin embargo, eso es exactamente lo que transmite la película de Jenkins: poesía.

            Construida sobre tres momentos de la vida del protagonista, infancia, adolescencia y juventud, durante los que es denominado de diferentes maneras (Little, interpretado por Alex Hibbert, Chiron, interpretado por Ashton Sanders, y Black, interpretado por Threvante Rhodes), en Moonlight no hay moralina, Moonlight no se recrea en la violencia ni el espectador asiste a escenas duras; en Moonlight no se demoniza a nadie, ni siquiera se juzgan las acciones, porque Moonlight es la poesía que palpita.


 Moonlight, desde luego, no es una película social al uso, lo que no significa que la dureza se presente de manera almibarada. Moonlight no esconde la cabeza ante una situación manifiestamente degradante. Sin revanchas. Sin rencores. Pero Moonlight no se recrea en situaciones escabrosas y teniendo como tiene todos los elementos para que la violencia estalle, apenas vemos sangre. Porque la grandeza y la principal aportación de este filme es que busca la conexión con el ser humano.

No es que los camellos sean gente honrada y, por cierto, que Mahershala Ali recibió el Oscar al Mejor actor de reparto en su papel de Juan. No es que la madre merezca penar en el infierno por toda la eternidad: bastante infierno tiene ya en vida. No es que se predique la paz y la reconciliación universal. Es que a la luz de la luna los negro son azules, que es sin duda el principal mensaje de esta película.

Es que a la luz de la poesía, el ser humano siempre resplandece, incluso en las situaciones más oscuras. Por ello, las situaciones se sugieren con dramatismo fotográfico, eso sí, pero sugeridas. Para muestra, dos botones: en una escena se ve a Little llenando la bañera y acto seguido calienta al fuego una cacerola más grande para mezclar que él mismo para mezclar ese agua con la anterior y conseguir una temperatura agradable y todo eso sucede en un momento impreciso, pero obviamente contemporáneo, probablemente la década de los noventa, en la América de las grandes oportunidades.


La otra escena que quiero mencionar es una en que se ve a la madre gritando pero sin oír su voz, aunque no es difícil leer en sus labios: "Don’t look at me!" Acto seguido se mete en su dormitorio, donde se intuye que la espera el cliente de turno. Y es que no necesitamos más: con eso es suficiente ¿Qué sentido tiene documentar minuciosamente escenas sobradamente conocidas de violencia en las calles y violencia en el hogar?

Pienso por ello que, tal como defendiera Sacheen Littlefeather, hace más de cuarenta años, lo que Barry Jenkins nos ofrece en esta película es un manifiesto pacífico contra la marginación social, pero sobre todo un alegato a favor de la poesía que todo ser humano encierra en sí mismo.


                                            Francisco Javier Rodróguez Barranco

         

sábado, 25 de febrero de 2017

TIEMPO DE PRIMAVERAS PERDIDAS EN "HEDI"


Tráiler oficial



            Resultaría casi un tópico diletante afirmar que son muy pocas las películas tunecinas que se distribuyen en España. En los festivales sí es más probable, de manera muy señalada en el de Cine Africano de Tarifa (FCAT), cuya edición de 2009 incluyó Khamsa (2008), de Karim Dridi, y La canción de las novias (2008), de Karim Albou, que fue además la que consiguió el premio a la Mejor película en esa edición del FCAT.

            Ambos filmes bajo el formato de co-producción (el nombre de Francia suele aparecer en la lista de países colaboradores), como también lo es Hedi (2016), de Mohamed Ben Attia, que es el que nos ocupa en esta reseña, pero todos ellos, productos netamente tunecinos en cuanto a los temas y el tono narrativo.

             Dentro de esos temas tunecinos, no me parece detalle menor la posición de este país como una especie de piedra angular en el centro del Mediterráneo sur, situado entre dos potencias regionales, como Argelia y Libia, cada una con sus propias tensiones políticas y religiosas. Quizá por esa posición privilegiada en el mismo corazón del puzle del Magreb la Primavera Árabe se inició en la ciudad de Túnez, el 17 de diciembre de 2010, cuando el joven Bouazizi se quemó a lo bonzo como protesta contra el régimen dictatorial de Ben Alí y luego se extendió a otros países de la zona, como Egipto o Libia, y otros algo más distantes, pero pertenecientes a la misma cultura, como Siria, que es un conflicto del que estamos celebrando ya el tristísimo sexto aniversario, sin que aquello tenga visos de acabar.

 
Pues bien, el largometraje de Ben Attia, galardonado con el premio a la Mejor Opera Prima en la última Berlinale, nos sitúa cinco años después del inicio de todo aquello y nos ofrece un Túnez con claros signos de subdesarrollo en las infraestructuras cotidianas: desde luego que el miedo de los inversores extranjeros por la inestabilidad de la zona no ha ayudado demasiado a mejorar la situación. Un Túnez donde, como buena piedra angular, conviven dos tensiones antitéticas: la tradición islámica, sobre todo en lo referente a la boda entre Hedi, interpretado por Majd Mastoura, y Khedija, interpretada por Omnia Ben Ghali, y la supuesta modernidad occidental representada por la calidad de las infraestructuras reservadas para turistas y la tribulaciones propias de la sociedad de consumo, materializada en la venta de automóviles, que es a lo que se dedica Hedi, quien en una de sus prospecciones comerciales conoce a Rym, interpretada por Rym Ben Messaoud,  en un hotel de Mahdi.

El filme se articula sobre una sucesión de primeros planos de Mastoura, que soporta muy bien la presión de la cámara, lo que le valió el Premio al Mejor actor también en la última Berlinale. Y es que, digámoslo claramente: Majd Mastoura es capaz de dar a la imagen lo que la imagen le pide, es decir, inestabilidad, insatisfacción, agobio, lo que hace innecesarios los diálogos en numerosas ocasiones.

Pero de manera muy principal es importante comprender cómo los personajes de Hedi, Khedija y Rym tienen un valor simbólico, cuya clave nos la ofrece un comentario de Hedi in media res, pues para él, después de tres días de manifestaciones al inicio de la primavera árabe, los compañeros volvieron al trabajo con otra actitud: más ligeros, más limpios, más amables. Lamentablemente, aquello no fue más que un paréntesis.


De modo que, Hedi se debate entre su vocación de dibujante de cómic postmoderno y su arraigo en las formas tradicionales de vida. Aunque no es ése su principal desasosiego, sino la atracción que siente por Rym, cuando apenas quedan dos días para su boda con Khedija, circunstancia que me permite mantener el siguiente juego de identidades implícitas:

—Khedija es la tradición cultural musulmana. No utiliza velo, ni pañuelo en la cabeza, ciertamente, pero la sumisión a las costumbres tunecinas es bien clara cuando apenas tiene voz en las grandes decisiones ni permite un simple beso a su novio antes de la boda. Ella da vida a la mujer islámica, con alaridos linguales inclusive, atenuada por una cierta relajación de las normas más severas.

—Rym es todo lo contrario. Rym es modernidad y desparpajo. De hecho, en un primer momento, comoquiera que aparece en escena dentro de un cuadro de son cubano, bailando con medio muslo al aire y de ahí hacia abajo el resto de la pierna, el espectador piensa que es caribeña. Su estilo de vida nada tiene que ver con lo que es habitual en el Islam, sino que se baña casi en cueros, es independiente, trabaja de animadora en un hotel y actúa como cualquier mujer actuaría en una sociedad occidental. No tiene, pues, reparo alguno en hacerse amante del hombre a quien ama, es decir, Hedi, y así lo reconoce abiertamente. No me resisto a indicar que el primer encuentro entre ambos se produce en el mar Mediterráneo, a quien se reconoce una vez más su cualidad de mar de culturas.

—En medio, fiel a su naturaleza de piedra angular, se sitúa el personaje recién mencionado, en quien hemos de ver una plasmación del propio Túnez, pues la indecisión entre el compromiso con su novia oficial y la felicidad con su amante no es otra que una parábola del país atenazado por la tradición, irresoluto ante la revolución o, al menos, renovación: «Yo no soy un revolucionario», confiesa Hedi a Rym; pero sí participa en las manifestaciones contra el régimen.

            Sabido es el concepto de intrahistoria que acuñó Unamuno como el reflejo de los grandes hechos históricos en las vidas de las personas normales que los padecieron, pero Hedi, la película quiero decir, no es realmente así, sino que se parece más a un viejo precepto genético: la ontogenia repite la filogenia. Con otras palabras, la historia del individuo es un calco de la historia de la especie o, como mínimo, hacia ella tiende.


Por ello, no me parecen escogidos al azar las dos lugares en que se sitúa cada mujer: Khedija en Kairuán, que es la ciudad donde se halla una de las mayores mezquitas de todo el Islam, y Rym en Mhadi, que alberga numerosos resorts donde pasan sus vacaciones los turistas europeos: quizá no sea ésta la imagen más gloriosa de la modernidad, pero sí una cuña de progreso social. Recordemos, sin ir más lejos, que el régimen franquista empezó a resquebrajarse seriamente cuando los turistas llegaron en masa a nuestra ribera del Mediterráneo.

La lectura que cabe extraer de esta película es bien obvia: la normalización de las sociedades musulmanas vendrá encabezada por la mujer.

¿Que cómo acaba? ¿Que a cuál de las dos jóvenes termina Hedi uniéndose? Ah, pillines, que vosotros lo que queréis es saber cómo acaba la peli y a cuál de las dos jóvenes termina Hedi uniéndose, pero para conocer la respuesta será necesario que veáis la cinta. Lógico, ¿o no? Una pistilla para que no penséis que soy malo: con un primer plano de Mastoura comienza todo y con otro primer plano del mismo actor termina. Ea, ya podéis sacar las entradas para comprobar si vuestras cábalas son exactas. No seré yo, por supuesto, quien os prive del goce de asistir a la proyección de esta magnífica pieza de cine mediterráneo.

Mientras tanto y para dulcificar la duda, aquí os dejo “Una noche en Tunicia”, por Miles Davis y Chalie Parker. Of course.

Francisco Javier Rodríguez Barranco