lunes, 23 de octubre de 2017

HISTORIA CÓMICA DE LA FILOSOFÍA, VALGA LA REDUNDANCIA



Enrique Gallud Jardiel
Ápeiron Ediciones
Año: 2017
124 páginas

            Ustedes me van a perdonar, pero eso de que Aquiles nunca alcanzará a la tortuga no se le ocurre a cualquiera. Eso es propio de mentes privilegiadas, porque yo veo a la tortuga por un lado y a Aquiles por otro y pienso: «No hay color». Pero no, mira tú por dónde Zenón de Elea, paladín de la escuela eleática, postuló todo lo contrario, y sin necesidad de recurrir al famoso talón, como hubiera sido lo esperable. Mucho más recientemente, David Hume estableció que no hay una causa directa en que llueva y las calles se mojen y punto estuvo de acabar con toda la sensiblería de la música contemporánea. ¿Alguien ha visto que las calles mojadas sean un efecto de la lluvia? Pues eso. Pero hace falta ser filósofo para comprenderlo, puesto que de otro modo, no hay manera.

           Y no paran ahí las paradojas, puesto que Heráclito conjeturó que el elemento esencial es el fuego, porque todo lo consume e iguala. ¿Cómo se han quedado? Quizá para compensarlo y refrescar tanto ardor teorizó acerca de la imposibilidad de meter dos veces la mano en el mismo río, todo fluye. Pero que si quieres arroz, Catalina, ahí estaba Parménides, que también era de Elea, para sentenciar que todo permanece, Πάvτα μέvει, panta menéi. Por no hablar del geniecillo maligno de Descartes, dado que, vamos a ver, si yo sumo dos más dos, eso no significa que el resultado sea cuatro, sino que quizá un diosecillo maligno se empeña una y otra vez en que yo adicione así, que ya se ve que la vida de los diosecillos perversos es muy aburrida y tienen que entretenerse de como puden. No es muy probable, pero eso no significa que sea imposible: claro que sí, René. Lo de la glándula pineal, mejor lo dejamos para otro día.

            ¿Y todavía nos extrañamos cuando Socrátes pontificó aquello de que «Sólo sé que no sé nada»? ¿Pero qué se puede saber así?

         Uno de los más destacados fue Anaximandro, de quien sólo se conserva este texto:

El principio (arjé) de todas las cosas es lo indeterminado ápeiron. Ahora bien, allí mismo donde hay generación para las cosas, allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan las culpas unas a otras y la reparación de la injusticia, según el orden del tiempo.



         Lo que no es óbice para considerarlo como uno de los padres de la filosofía y, de hecho, cualquier manual sobre la materia que se precie dedica, como mínimo, un capítulo a dicha frase. Y es que, aunque parezca mentira, los filósofos se iniciaron con otra “f”: la de “físico”, habida cuenta de que lo pretendían era explicar el cosmos que observaban en la esfera celestial.

            Mención aparte merece, desde luego, Platón, que elaboró todo un conjunto de alegorías para demostrar (como si una alegoría pudiera demostrar algo, y así lo destacó Aristóteles) para definir su teoría de los arquetipos inmortales, y no es que uno esté en contra de semejantes ideales, pero debería reservarse el derecho de admisión, puesto que establecer un arquetipo inmortal de la belleza o la bondad me parece maravilloso, pero hacerlo de la estupidez y la ignominia, como que no.


           Total, que llegamos a Epicuro, a caballo entre los siglos cuarto y tercero antes de Cristo, detrás del cual, prácticamente damos un salto en el vacío hasta el ya mencionado René Descartes en pleno siglo XVII de nuestra era, es decir, casi dos mil años en los que poco podemos mencionar: San Agustín, Santo Tomás, hábil adaptador de las doctrinas paganas a las cristianas, Guillermo de Ockham, Averroes, Maimónides, Plotino y San Anselmo con su famoso argumento ontológico, que lo mismo te vale para demostrar la existencia de Dios, que la oscuridad de Darth Vader.

            ¿Qué ocurrió durante esos dos milenios? O, mejor aún: ¿era necesario volver a las andadas? Al menos Guillermo de Ockham inspiró uno de los mejores libros de todos los tiempos: El nombre de la rosa, de Umberto Eco, como es de sobra conocido.

            El caso es que los filósofos se han arrogado el papel de humoristas y éstos, en justa correspondencia, han decidido hacer filosofía. Ése el caso de Enrique Gallud Jardiel en su obra Historia cómica de la filosofía, que acaba de ver la luz.
  
          Porque alguien tenía que poner orden a tanto desafuero y de ahí que Gallud ofrezca una obra estructurada en diez capítulos (más una brevísima introducción y una aclaración imprescindible: “¿Qué es la filosofía, exactamente?”), que van de la filosofía greco-latina al siglo XX con el rigor humorístico que le caracteriza.

           Pongamos así que consideramos el Idealismo alemán, donde se aborda nada menos que la Crítica de la razón pura, un libro de culto que viene a establecer que nunca podremos conocer cómo es el mundo en realidad. ¿Pero eso no lo había dicho ya Sócrates? ¿A qué seguir mareando la perdiz? Claro que los químicos veneran el Principio de incertidumbre de Heisenberg, otro alemán, según el cual nunca podremos saber dónde está exactamente el electrón: ya se ve que el amor a la sabiduría alcanza su clímax en la ignorancia, lo que puesto «en boca de un profesor de metafísica, no es una afirma­ción muy alentadora y nos conduce a pensar que Kant, la filosofía y la Universidad de Könisberg (cafetería incluida) sobraban», en opinión de Gallud, que no me parece desacertada.

            ¿Qué considerar con respecto al siglo XX, donde los filósofos lo mismo se ocupan de la filosofía de la ciencia, como Husserl, que de las cualidades éticas de los detergentes en polvo?

        Mención aparte merece Henri Bergson, a quien Gallud concede el Premio Nobel de Papiroflexia, lo que nos permite comprobar una vez más la técnica humorística del autor (de nuestro autor) (de Gallud) (no de Bergson), uno de cuyos pilares es la parodia sagaz en clave de cotidianeidad, sin ridiculizar al ilustre parodiado, sino buscando más bien un flanco desmitificador desde el que aproximarse.

        Algunos pasajes se regodean en el absurdo, como el que habla de las mónadas, de Leibniz:

Los objetos físicos no son mónadas ni nada pare­cido. Existen tan solo porque las mónadas los perciben: son el sueño colectivo de las mónadas. Esto, que en principio podría parecer un follón tremendo, lo es, efectivamente.

En otros, los aforismos se barnizan de naturalidad, como el que habla de la Ilustración, a la que se considera:

un invento francés, como el bidet y la tortilla, y se produjo debido a los avances científicos y al racionalismo crítico, cosas que están muy bien si no se abusa de ellas.

         De manera que, ¿Qué es la filosofía, exactamente? Un galimatías, desde luego. Una curiosa manera de estrujarse el cerebro, ni que decir tiene, pero acudamos al capítulo homónimo de la obra que nos ocupa para comprenderlo, donde entre muchas cosas que no es y otras que sí comparte, hay que indicar que la filosofía «está vinculada directa­mente con lo trascendente. La filosofía tiene por objeto la búsqueda de la verdad última. El hombre es un ente racio­nal cuyo supremo objetivo existencial es perfeccionar sus habilidades para poder llegar a fin de mes». ¿No nos parece estar escuchando a don Quijote y Sancho juntos en una misma frase?, podemos preguntarnos por nuestra parte.

        Erudición e ironía, valga la redundancia, en este nuevo libro de Gallud, como ya es habitual en nuestro autor.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

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