sábado, 30 de abril de 2016

LA ALEGORÍA DE LA CAVERNA EN EL ORIGEN DEL CIELO





https://www.youtube.com/watch?v=DkNTuFpAul4


            Uno se crió pensando que lo de Platón y la caverna era un mito, pero los helenistas prefieren hablar de alegoría, que probablemente es el nombre correcto. Pues bien, situada la cuestión en sus justos términos, la alegoría de la caverna de Platón se plantea y analiza en el Libro Séptimo de La República, o el Estado. Muy sucintamente, consiste en unos seres humanos que viven en una caverna subterránea que tiene una abertura por la que penetra luz. En esta caverna viven unos seres humanos, con las piernas y los cuellos sujetos por cadenas desde la infancia, de manera que ven el muro del fondo de la gruta y nunca han visto la luz del sol. Por encima de ellos y a sus espaldas, o sea, entre los prisioneros y la boca de la caverna, hay una hoguera, y entre los cautivos y el fuego cruza un camino algo elevado y hay un muro bajo, que hace de pantalla. 

       Por el camino elevado pasan hombres llevando estatuas, representaciones de animales y otros objetos, de tal forma que estas cosas que llevan aparecen por encima del borde de la pared o pantalla. Los prisioneros, de cara al fondo de la cueva, no pueden verse entre sí ni tampoco pueden ver los objetos que a sus espaldas son transportados: sólo ven las sombras de ellos mismos y las de esos objetos, sombras que aparecen reflejadas en la pared a la que miran.

Únicamente ven sombras y lo que Platón, por boca de Sócrates, se pregunta es qué sucedería a uno de estos hombres si lograra soltarse de sus cadenas y acceder directamente a la luz del sol:



Que se desligue a uno de estos cautivos, que se le fuerce de repente a levantarse, a volver la cabeza, a marchar y mirar del lado de la luz; hará todas estas cosas con un trabajo increíble; la luz le ofenderá los ojos, y el alucinamiento que habrá de causarle le impedirá distinguir los objetos, cuyas sombras veía antes. ¿Qué crees que respondería, si se le dijese que hasta entonces sólo había visto fantasmas, y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más aproximados a la verdad? Si enseguida se le muestran las cosas a medida que se vayan presentando, y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en el mayor conflicto, y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real que lo que ahora se le muestra?[1]

            Ese hombre, finalmente, alcanzaría la grandeza y la verdad del sol: "Necesitaría indudablemente algún tiempo para acostumbrarse a ello. Lo que distinguiría más fácilmente sería, primero las sombras; después, las imágenes de los hombres y demás objetos pintados sobre la superficie de las aguas; y, por último, los objetos mismos. Luego dirigiría sus miradas al cielo, al cual podría mirar más fácilmente durante la noche a la luz de la luna y de las estrellas que en pleno día a la luz del sol"[2]. Nos hallamos, por lo tanto, ante una alegoría de la ascensión epistemológica platónica, que progresa de los lugares comunes en que se desenvuelve una humanidad, habitante de un mundo de sombras, hasta la contemplación directa del sol, como símbolo de la verdad y, por ello mismo, del puro bien.

             De lo que existe una magnífica metáfora cinematográfica en Alguien voló sobre el nido del cuco (1975), de Milos Forman, basada en la novela homónima de Ken Kesey, y ahora nos llega El origen del cielo (2015), ópera prima del director chileno David Belmar y que ha sido el filme que ha cerrado la Sección Territorio Latinoamericano en la 19ª edición del Festival de cine de Málaga, donde se plasma la vida en un aserradero de la Araucaria, donde las personas arrastran los pies sin ilusiones un día detrás de otro.



             Imperan las imágenes sin palabras e incluso podríamos hablar de una sinfonía de silencios. De hecho, ésta es la primera frase que se escucha en el filme sobre un fondo de cucharas sobre platos de cerámica, cito de memoria:

            —Quiero irme de aquí.

            Se trata de Miguel Sandoval, protagonista del largometraje, que escandaliza a sus progenitores con una idea revolucionaria. Otras frases en determinados momentos de la película son igualmente útiles para los fines que persigo en esta crónica:

            —Cuando te conocí, no eras más que pura sombra —dice la madre de Miguel a Luis, el padre.

            —Si te vas, no vuelvas —dice Luis a Miguel.

            —No sé cuál mi lugar en la Tierra —lamenta una prostituta que comparte cama con Miguel.

            —Yo no quería que se fuera —confiesa Luis a Rodríguez, un compañero de aserradero, referido a Miguel.


            De manera que, Miguel es el preso que abandona la caverna de una existencia sin horizontes para buscar fortuna en la gran ciudad haciendo un curso de agente privado de seguridad: ése es el sol al que aspira. Ahora bien, ¿qué es lo que halla una vez liberado de sus cadenas vitales? Pues, en muy pocas palabras, una sociedad de la que se siente excluido por cuestiones sociales: su mundo en la sierra es otro; pero sobre todo personales: sus patológicos problemas de comunicación.




            Y ésa es la revisión subversiva que Bernal realiza de la alegoría de Platón en El origen del cielo, pues si el ateniense redactó todo un corpus filosófico como una vindicación de Sócrates —no es necesario insistir en que el hombre que escapa de las sombras de la ignorancia es quien fue obligado a tomar la cicuta—, lo que el director chileno nos muestra es una cueva sin salidas: presidido por un determinismo sin fisuras, su mensaje es mucho más pesimista, en absoluto utópico. Para el autor de la República,  más allá de la oscuridad está la luz de la sabiduría, que además nos hace eternos en la contemplación del sumo bien. Para Bernal, lo negro se mantiene igual de negro, porque puede cambiar el lugar, pero sigue siendo igual de negro, si no más. Al fin y al cabo, ya lo decía Aristóteles: lo de Platón no son nada más que invenciones que no demuestran nada.

            Para ello, se vale Bernal de un lenguaje fílmico soportado por la elocuencia de las imágenes: ya hemos mencionado lo escaso de los diálogos en el filme. Lo más fluido que se escucha es una disertación surrealista de la hermana de Miguel sobre la translocación. Pero el poder de la escena alcanza el clímax cuando lo único que se ve en la pantalla es el círculo negro de una linterna, cuyo movimiento sugiere el caminar del personaje. A veces, incluso desaparece ese mínimo punto ambulante.


             Caverna, pues, sin sombras la que nos ofrece David Belmar, porque para que éstas se den hace falta que haya luz en algún lugar, siendo así que en El origen del cielo las oscuridades se superponen como tejidos viscosos.



     [1] Platón, La República o el Estado, Madrid, EDAF, 2001, p. 274.
     [2] Ibidem, p. 275.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

 

jueves, 28 de abril de 2016

MADRES DE NUESTROS DÍAS EN "MI AMIGA DEL PARQUE"



https://www.youtube.com/watch?v=2JZvm-0RKbk

 
           Y el caso es que a mí me habían dicho que los parques acompañados de un bebé son el espacio y el momento idóneos para establecer nuevas relaciones —vulgo, ligar—, pero lo que Miamiga del parque (2015), de Ana Katz, que hace el papel de Rosa en el filme, nos ofrece es una visión totalmente diferente de ese contexto paradisíaco en el imaginario colectivo, sobre todo masculino. Más que diferente, lo que esta película plasma son opciones inesperadas de algo que, en teoría, se presta poco a la imaginación.

            Incluida dentro de la Sección oficial de Territorio Latinoamericano en la edición de 2016 del Festival de Málaga, Mi amiga del parque es un largometraje poco largo, puesto que dura 75 minutos aproximadamente, y ése es el principal reparo que se le puedo oponer a esta co-producción argentina-uruguaya: que se queda en el planteamiento, que no llega al nudo, ni muchísimo menos al desenlace. Quizá se interne uno en el nudo, pero en el desenlace nunca. Total, que el espectador se queda con ganas de más, lo que puede parecer positivo, pero no lo es tanto en este caso, porque la sensación es de algo no terminado: no se trata, pues, de un proyecto fallido, sino, a mi entender, de una propuesta inconclusa.

            Pero, vamos a valorar lo bueno que ofrece, que no es poco, como son las magníficas actuaciones de Julieta Zylberberg en el papel de Liz y Ana Katz en el de Rosa, como ya comentamos. Otra cosa que me ha gustado mucho es que en determinado momento parece que se va a desarrollar como un thriller, pero no es así, sino que la intención de la directora, que también trabaja en guion, junto a Inés Bortagaray, va por otro lado: se trata de un ligero desajuste con la sucesión lógica de los acontencimientos, según estamos acostumbrados a que se sucedan.

             Liz es una madre abnegada, que está llevando sola la crianza de un bebé —ya se ve que en esta edición del Festival de Málaga el tema de la infancia ha sido el gran protagonista—, dado que su marido está en Chile rodando un documental sobre un volcán y no tiene otra familia que la pueda ayudar. Y en ésas se halla cuando conoce casualmente a Rosa en los columpios del parque, de donde arrancan todos los acciones que luego se dan, que no son los habituales.

            Para empezar Rosa, si bien de manera confusa, da a entender que es la madre de la niña que está columpiando —juro que lo da a entender, aunque sea de manera confusa—, pero no es ella en realidad, sino que la niña, Clari, también bebé, como Nico, el hijo de Liz, es hija de Renata, la hermana de Rosa, de ahí que las llamen las hermanas R. Incluso Rosa sufre como una madre cuando Renata no aparece con Clari. Comprendemos luego que Clari es hija de Renata, pero hasta ese momento el espectador sufre empáticamente con Rosa.


             Otras ligereas incoherencias es que Renata, porque le da el punto, se pone a limpiar a fondo el apartamento de Liz, totalmente gratis, previo pago de 100 pesos semanales; Renata porta un revólver que todos pensamos que es de verdad —de ahí que el espectador acaricie en la mente la idea de un thriller—, pero luego comprendemos que es de mentira, muy similar a los auténticos, pero de juguete; Renata se ha enamorado por internet con un joven que vive a 180 km, y Liz no ha conducido nunca en carretera abierta, lo que no obsta para que Rosa le pida que les lleve a verle, es decir, que les lleve a todos: Rosa, Renata, Liz y los dos bebés; Rosa se queda con un chaquetón de Liz por la misma razón que Renata se ofrece a hacerle una limpieza profunda del apartamento totalmente gratis previo pago de 100 euros semanales; el padre de Liz le deja citas de Nicanor Parra en el contestador automático: de hecho, es que llama precisamente para dejar esas citas. Etc. Los otros padres, los así llamados normales, que debaten sobre temas serios y practican técnicas novedosas de educación ofrecen el contrapunto coherente, pero nada más que para que destaque todo lo anterior.
           

      De manera que, sobre una situación radicalmente realista como es la de la maternidad se superponen momentos no del todo surrealistas, pero sí ilógicos, o por lo menos inusuales. Y eso incide directamente en mi concepto del arte, en general, y literario, en particular, algo sobre lo que ya creo haber hablado con anterioridad, porque para mí la esencia de la narración no consiste en redactar penas con pulcritud, sino en configurar mundos ligeramente desfasados, sutilmente desintonizados con los hechos que estamos acostumbrados a conocer. Es como si después de llover, una parte de la calle permaneciera seca por razones que escapan a la Física, o mejor aún: que una parte de la calle esté siempre húmeda cuando no ha llovido ni haya sido regada por los servicios municipales de limpieza.

            Hay que desbaratar la realidad que nos asola e imaginar mundos un poquito diferentes, un poquito incoherentes. Y si cuando queremos reconstruir el mundo imaginado nos sobran piezas de realidad, mejor que mejor: podemos desdeñarlas alegremente: una fotografía artística de una calle mojada por la lluvia es muy artística, una fotografía artística de una calle mojada sin lluvia previa es mucho más artística.


 De ahí que me haya quedado con ganas de más en esta película. De ahí que considere que sus logros son muy superiores a sus carencias.

Francisco Javier Rodríguez Barranco

miércoles, 27 de abril de 2016

LA TRAGEDIA COTIDIANA EN "ZOÉ"



https://festivaldemalaga.com/pelicula/ver/1038/Zoe

            Res mirans, a eso ha quedado reducida mi condición humana. El bueno de René (Descartes) afirmaba que lo único que estaba más allá de toda duda era que él era res cogitans, una cosa que piensa, una cosita en condiciones, y a partir de ahí elaboro todo un sistema filosófico mediante el que demostró la existencia de dios sin necesidad de demostrar la existencia del mundo según se especificaba en una o varias de las doce vías tomistas, y así le fue al pobre, que tuvo que refugiarse en Suecia para huir de la falta de sentido del humor y el exceso de hogueras de la Santa Inquisición. Pero yo no llego a tanto, yo me quedo en res mirans, una cosa que mira, desde que empezó en Festival de Málaga. Es lo que hay. Bueno, es que ya no recuerdo ni cómo era mi vida antes de que empezara ese evento, así que si me cruzo con alguien por la calle y no le saludo, que no se lo tome a mal, por favor: es que he perdido todas mis referencias personales previas. Ah, pero luego vinieron (o vino) Ortega y Gasset y pontificaron (o pontificó) la dignidad ontológica de El espectador. Si es que en fondo esto del voyeurismo, incluso el  voyeurismo cultural, también tiene su punto. Vaya tela.

            Y dentro del certamen cinematográfico a que esto asistiendo con la asiduidad recién mencionada, hoy ha sido el día en que dos películas similares se han incorporado a la Sección oficial: Zoé (2016), de Ander Duque, y Callback (2016), de Carles Torras. Similares en cuanto al tema, es decir, la exclusión social, totalmente diferentes en cuanto al tratamiento, pues Zoé se ambienta en un pueblo de Andalucía, mientras que la peli de Torras lo hace nada menos que en la ciudad de Nueva York (preciosa, por cierto, la vista de la línea del cielo desde Hoboken, Nueva Jersey).

            Callback ofrece la realidad brutal del así llamado sueño americano, de lo que existen magníficos ejemplos previos, como Midnight Cowboy (1969), de John Schelisinger, y mucho más reciente American Splendor (2003), de Robert Pulcini y Shari Springer Berman, por citar sólo dos títulos entre casi infinitas opciones, que, por supuesto llegan al mundo de la música, de manera muy destacada en “American Pie”, de Don McLean, como es de sobra conocido. La película de Torras ofrece como elemento más o menos novedoso que trata de la desintegración social de un latino, a pesar de todos sus esfuerzos de engringarse, incluso haciéndose feligrés de una de las cien mil opciones eclesiásticas posibles, cuya realización personal parece consistir en superar un casting para anuncios en televisión. Soledad, marginación y deshumanización son las coordenadas vitales en que se mueve. El Sistema te caga, bro: a lo más que puede aspirar es a que te escupa.

            Iniciamos, pues, la crónica sobre Zoé y lo primero que llama la atención es que ayer mismo, con motivo del coloquio posterior a la proyección de la película cubana El Acompañante (2015), de Pavel Giroud, el director nos contó que la primera norma que aprobó la Revolución fue la ley del cine (también soy res auscultans: algo es algo), precisamente por enorme fuerza propagandística. Luego le salieron directores críticos como Tomás Gutiérrez Alea, pero no se puede estar en todo. Y eso es así: que me perdonen los creadores de todas las demás artes, pero el cine goza de un impacto único en la mente del espectador. Y cine propagandístico han impulsado todas las dictaduras de todos los signos políticos. Me niego a mencionar ejemplos.


            Valle-Inclán en su día rechazaba el arte como virtuosismo (él lo concentraba en los dramas cuya escenografía se configuraba alrededor de mesitas con lámparas de tulipa verde) y por eso inventó Luces de Bohemia: para llevar a las tablas lo que sus ojos veían en la calle. Un poco recargado de pose, afirmaba Jea Paul (Sartre) que la función de la literatura, en particular, y de las artes, en general, es el realismo social y realismo social desnudo hemos conocido en el cine italiano durante varias décadas con títulos que están en la mente de todos hasta que llegó Fellini y arropó su visión de la sociedad con mucha, muchísima, mayor creatividad. No me estoy inventando nada de esto, puesto que durante décadas sectores muy importantes de la intelectualidad europea consideraban que lo que no era proletario no era cine.


            Pero todo lo anterior puede despeñarnos en las simas del folletín panfletario al servicio de la ideología imperante, ni siquiera con valor documental. De ahí que directores muy comprometidos con la izquierda evolucionaran hacia algo menos coyuntural: sin salirnos del cine italiano, ya hemos aludido a Fellini, pero podemos incorporar también a Dino Risi o el mismísimo Pasolini, cuyas retorcidas figuras son poemas: poemas humanos, poemas descarnados.
           
       Dentro de la filmografía hispana, Buñuel retrató la miseria de la vida periférica en la ciudad de México, pero sus grandes momentos creativos hay que buscarlos en largometrajes que son azote de su tiempo, ciertamente, pero aportan algo más que un maniqueísmo plano. Ésos serían los casos de El ángel exterminador (1962), Belle de jour (1967) o El discreto encanto de la burguesía (1972), por citar sólo tres filmes. En muy pocas palabras, y sin abandonar las referencias nacionales, entre dos grandiosas producciones como Calle Mayor (1956), de Juan Antonio Bardem, y ¡Bienvenido Míster. Marshall! (1953), de Luis García Berlanga, yo me quedo con ésta, por no hablar de La escopeta nacional (1978) y otras muchas de este mismo director, puesto que, en mi opinión, no basta con fotografiar la realidad si se quiere lograr un producto artístico: además hay que embutirla en un discurso creativo. Pero que conste que Calle Mayor también me gusta mucho.
           
       Llegamos así a un cine que ha superado el mero realismo social para convertirse en denuncia social, una corriente de la pueden aludirse muchos casos en la cinematografía contemporánea, pero quiero mencionar a un especialista del género: Ken Loach, quien incluso cuando ha construido una comedia, deliciosa comedia, si se me permite, como La parte de los ángeles (2012) ha escarnecido al capitalismo sin renunciar a las posibilidades creativas del cine.

            Y ésas son las coordenadas en las que se inscribe Zoé, de Ander Duque según ya hemos señalado, que plasma una situación tan cotidianamente trágica como es la de una madre, Gema, papel interpretado por Rosalinda Galán, que también es la guionista, que se queda sin empleo y, por lo tanto, no tiene ni techo para cobijar a su hija, Zoé, interpretado por la niña Zoé Gavira, ni comida para alimentarla y para completar el círculo kafkiano, precisamente por tener una hija a quien cuidar, no encuentra trabajo para cuidarla. Nada del otro jueves lamentablemente cuando la sociedad de nuestros días, la sociedad del bienestar, la sociedad del euro y del siglo XXI está haciendo una criba indolente de quienes pueden y no pueden sobrevivir.


            Así, una vez establecida la corriente estética a que pertenece esta película, procede mencionar sus señas de identidad. La primera de ellas es la enorme textura documental de un filme que aspira a ser reflejo de su tiempo. Por este motivo, situaciones en apariencia tan intrascendentes como freír unas barritas congeladas de merluza, o una charla entre amigas mientras se secan las tazas están cargadas de significación: es la pobreza que convive con nosotros. No hacen falta escenas dickensianas para comprender lo durísimo de la situación. El simple hecho de lavar el pelo a Zoé, por citar otro ejemplo, está cargado de significación cuando el espectador comprende que Gema ha tenido que esperar a visitar a una amiga para hacerlo, porque en casa, en la casa de la que la echan, no hay agua caliente y estamos en Navidad.


             El aporte cómico lo aporta una charla con los abuelos de Gema, pero la idea global es la de la impotencia para resolver la situación: incluso la abuela tuvo más opciones en la posguerra para sacar adelante a siete hijos que Gema en nuestros días para sólo una. El Sistema se ha reforzado. El Sistema sabe lo que hace. El sistema no admite fisuras.


            Otro detalle de especial dureza es que los vecinos o los posibles empleadores de Gema en el pueblo no muestran ni rechazo ni dolor por la situación de ésta. No hay personajes cabrones ni abusos de ningún tipo. Es el pan nuestro de cada día, que ya no nos lo da nadie. Es la situación estándar. El mundo en que vivimos. Y el caso es que los comerciantes, la maestra de Zoé, las amigas se muestran cordiales: la cordialidad de lo cotidiano. La cotidianeidad de la exclusión social.


           Todo se desarrolla sin dramatismo durante la película: no vemos borrachos, ni violencia. Nada sabemos de las circunstancias por las que Gema se ha quedado sin trabajo, ni siquiera el nombre del pueblo donde viven. Incluso el deshaucio consiste en un simple cambio de cerraduras en la puerta del piso donde viven Gema y Zoé, asumido como invetable. Tan sólo vemos una sucesión de escenas de carencia de horizontes, asumida dicha carencia con total naturalidad, y amor filial.

            Una película, pues, que hay que ver. Una película que no deberíamos haber visto nunca.

 Francisco Javier Rodríguez Barranco