sábado, 8 de agosto de 2015

PEQUEÑOS PLACERES VERANIEGOS EN "LAS VACACIONES DEL SEÑOR HULOT". HOMENAJE AL CINE ALBÉNIZ DE MÁLAGA



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            Cuando uno se ha criado en Madrid, o por mejor decir, en la provincia de Madrid, uno de los pequeños placeres del verano eran las reposiciones de grandes películas que, por cuestiones de mera biografía (fecha de nacimiento) no pudieron ser disfrutadas en su momento. En cines de reestreno de la capital de España he visto, por ejemplo, Nocecento (1976), de Bernardo Bertolucci, 2001, una odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick, La naranja mecánica (1971), también de Kubrick. Bueno, es que Novecento sólo he visto en el cine, porque las películas de Kubrick recién mencionadas también han sido pasadas por televisión. Particularmente intenso me parecieron los reestrenos con motivo de la muerte de Luis Buñuel que se realizaron en el verano de 1983, entre las que recuerdo especialmente Tristana (1970 ) y La VíaLáctea (1969).

También en un cine de reestreno vi Ente tinieblas (1983), cuando todavía Almodóvar rebosaba frescura, y no es que fuera demasiado joven cuando esta película se estrenó en las salas comerciales, pero es que a veces a uno se le escapan excelentes películas por causas ajenas a su voluntad. Y es que, nos pongamos, como nos pongamos, no es lo mismo un home cinema que una pantalla de cine, por muy buen equipo audiovisual de que dispongamos en casa, de la misma manera que no es lo mismo la mejor lámina del mejor libro de Historia del Arte de la Historia de la Humanidad que ver Las Meninas en todo su esplendor en el Museo del Prado.

             Pues bien, en esa línea de recuperación de los grandes clásicos del cine se sitúa el cine Albéniz de Málaga, que todos los jueves desde hace varios años proyecta una gran película del pasado, que sostiene desde el año 2013 el ciclo La edad de oro del cine, que este año en el espacio Cine Abierto ha proyectado de manera gratuita la trilogía de los colores de la bandera francesa, de Kieslowski, de la década de los noventa, además de las más recientes, pero ya retiradas de las carteleras, Una chica cortada en dos (2007) o Borrachera de poder (2006), de Claude Chabrol, de manera totalmente gratuita para el espectador, además de haber incluido en su programación regular El mundo sigue (1963), de Fernando Fernan Gómez y Las vacaciones del señor Hulot (1953), de Jacques Tati, que es la película que permite esta reseña, que además se ha proyectado precedida del delicioso corto La escuela del carteros (1947), de marcado carácter chapliniano. Todo un goce estético.

 

             Las vacaciones del señor Hulot constituyó el segundo filme de Tati, quien también lo protagoniza y durante décadas siguió perfilando el personaje con adición de nuevas escenas. De hecho, la versión que se ha remasterizado (horrible vocablo) para el espectador actual corresponde a la de 1978, es decir, cuatro años antes de la muerte del director francés. 

        Se trata de una película que se inscribe libremente entre dos grandes coordenadas: el hombrecillo diseñado por Charles Chaplin y el, así llamado toque Lubitsch, muy perceptible durante todo el largometraje, pero del que podemos dejar constancia en dos detalles iniciales: el señor Hulot llega a la recepción del hotel donde quiere pasar las vacaciones de verano en el prototurismo de sol y playa todavía vigente en los años cincuenta, y le cuesta trabajo pronunciar su nombre porque en la boca lleva la pipa y no puede deshacerse de ella porque carga una maleta en cada mano. La pipa está a medio hacer, el recepcionista la recoge de Hulot, éste dice su nombre, el recepcionista arregla el tabaco adecuadamente, y luego devuelve la pipa a la boca de su legítimo propietario.
 
             El segundo detalle es que dos personas se reencuentran con alegría en el exterior del hotel, pero han de detener su abrazo porque en ese momento cae agua de un canalón. El toque Lubitsch consiste en que un camión riega las calles, dos amantes de besan y el camión hace un paréntesis en la expulsión de agua cuando llega a la altura de los enamorados. Y el toque Lubitsch está en el enfoque de las relaciones humanas en la película de Tati.

             Sabido es que después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo del cine intentó ayudar a superar el trauma mediante dos opciones básicas: el erotismo, y ahí está toda la saga de mujeres fatales, y el humor, y ahí está Charles Chaplin, o el arriba mencionado director de origen alemán, continuado por Billly Wilder, el dios de Fernando Trueba.


            Pues bien, Tati extiende su mirada sobre la obra de Chaplin y Lubitsch, pero no se limita a ello, pues incorpora un elemento propio: el esperpento colectivo, que anticipa lo mejor del cine de Fellini, valga la redundancia, y que halla eco en Luis García Berlanga, quien en 1954 también investigó en Novio a la vista sobre las posibilidades de la playa como espacio para la broma colectiva. Esperpento colectivo, como digo, pero sin la acidez sulfúrica que caracteriza a las obras más reputadas de don Ramón del Valle Inclán, sobre el cual, a pesar de la natural modestia que me caracteriza, me permito sugerir este artículo, cuyo autor naturalmente modesto soy yo mismo: “El 98 ha ido a pasearse en el callejón del Gato”, quizá porque los años veinte, década en que Valle publica sus esperpentos, no fueron tan locos en Madrid, como en París.

           A don Ramón le dolía España, pero le dolía a su manera, aunque quizá no sea éste el momento para esas consideraciones, cuando lo que nos interesa es la película de Tati, quien al igual que Berlanga, observa el mundo absurdo de sus personajes con inequívoca ternura, que llega al humor negro en el hilarante pasaje de un entierro.

Y entre todos esos personajes, indudablemente destaca el señor Hulot, cuya entrañable torpeza encadena las sucesivas escenas de que se compone el filme, que en realidad no consiste en una película vertebrada sobre un argumento, sino en una sucesión de situaciones encantadoramente ilógicas, entre las que incluso se sugiere un conato de romance entre Hulot y una bella joven, a la que todos persiguen, pero que sólo se siente atraída por Hulot, en un reflejo atenuado de lo que ya conocemos dentro de El sueño de una noche de verano. Un verano en la mente de Shakespeare. Un verano en la pupila de Tati.

           Ahora bien, ¿qué aporta el señor Hulot a la sociedad de veraneantes a la que se incorpora? Pues a mi modo de ver, naturalidad y dinamismo dentro de un conjunto humano que se nos muestra irracional, pero vegetativo. Cada una de las diferentes iniciativas de Hulot, que prácticamente sólo dice su nombre en toda la película, significan un aldabonazo de vida dentro de una sociedad que si bien se muestra sin dramatismo, tampoco se nos ofrece como particularmente emprendedora. Más bien todo lo contrario: acomodaticia y pasiva en su vacío cómico, lo que alcanza incluso a los epígonos de la revolución social.


            Por último, otro elemento que quiero destacar es la enorme carga cinematográfica de este filme que no es cine mudo, propiamente, pero que los diálogos ceden el protagonismo a las enormes elocuencia y plasticidad de las escenas.

            Pequeños placeres veraniegos, pues, que se encuentra uno las salas del cine Albéniz de Málaga, donde tienen la gentileza de recibirme como a uno más de la cuadrilla.

            Gracias.



 Francisco Javier Rodríguez Barranco





sábado, 1 de agosto de 2015

A SANGRE FRÍA EN "TODO SALDRÁ BIEN"

http://www.filmaffinity.com/es/film948828.html



            No, no, no, no. No me estoy refiriendo a la conocida novela de Truman Capote, llevada luego al cine en 1967 por Richard Brooks, y más recientemente, incluyendo al novelista en la génesis de la novela por Douglas McGrath en Historia de un crimen (2006), sino a la frialdad de la sangre palpitada por un corazón muy frío, que es lo que Win Wenders nos transmite en su, hasta ahora, última película Todo saldrá bien (2015), con un soberbio James Franco en el papel de Tomas Eldan, un escritor sin pasión. Lo fácil en ese papel era la monotonía abúlica, o en el extremo opuesto, el histrionismo patético, pero no es así: James Franco sostiene magníficamente al personaje sin exageraciones, dentro de unas coordenadas creíbles.

            Sí que nos sirve en cambio para este análisis el artificio del narrador narrado a que aludíamos en el párrafo anterior con respecto a la película de McGrath, puesto que en eso consiste en esencia el filme de Wenders que nos proponemos analizar en las siguientes líneas. A tal fin, no creo desvelar el argumento si comento que la película se gesta sobre las dos grandes actividades de la literatura: la lectura y la escritura. Una madre una novela, que luego sabremos que es de Faulkner, mientras que un escritor huérfano de inspiración conduce su coche por los helados paisajes de Canadá en invierno. Y ése es otro de los ejes desde los que puede abordarse Todo saldrá bien: la pluralidad de países que participan en la producción: Alemania, Canadá, Francia, Suecia y Noruega. Cine y literatura, pues, coinciden en esta película que hace un guiño a Faulkner, quien también ejerció de guionista cinematográfico, por lo que la simbiosis de esas dos posibilidades creativas se observa desde casi todos los ángulos.

             La literatura ha estado presente en el cine, casi desde los mismos orígenes de éste. Es imposible mencionar todos los títulos, pero sí quiero dejar constancia de dos hechos: el género negro no hubiera sido tal sin la fusión armónica de novelas y películas; y el Oscar al Mejor guion adaptado se concedió por primera vez en 1928, en concreto a Benjamin Glazer por El séptimo cielo, que se basa en la obra de teatro de Austin Stong, siendo así que la ceremonia de los Oscars nacía precisamente en ese momento. Pero de la diferente naturaleza de ambas artes nos da cuenta un hecho: es lugar común que de una mala novela se puede hacer una buena película, pero no estoy tan seguro que de una mala película se puede hacer una buena novela.


            De manera que, cine y literatura del bracete, pero quiero ceñirme a aquellos casos en que no se trata de un guion adaptado, sino de un filme que retrata la actividad literaria en sí, o sus consecuencias en la vida real (la vida real que llevan los personajes en la película, obviamente). Eso es lo que sucede con Misery (1990), de Rob Reiner, donde un novelista se ve sometido a las obsesiones de su lectora más voraz, El resplandor (1980), donde un narrador busca el aislamiento absoluto para mejor escribir, o La ventana secreta (2004), de David Koepp, que aborda el tema del plagio, todas ellas basadas en novelas de Stephen King, que ya se ve que se pirra por la metaliteratura.

            Grandiosa es la película francesa En la casa (2012), de François Ozon, donde la vida anima la creación literaria, que a su vez altera completamente la vida de los personajes. Se trata de un interesantísimo juego de interferencias mutuas, que se basa también en un espectáculo teatral de Juan Mayorga.


            Podríamos incluso hablar de la impecable comedia Mejor imposible (1997), de James L. Brooks, donde un escritor de best sellers sobre el amor ignora totalmente el significado de esa palabra, incluso el de algunas hermanas suyas como la empatía o la consideración.

            Pues bien, en lo que a Todo saldrá bien se refiere, asistimos a un juego perverso: el editor de Eldan le sugiere que las tragedias directamente vividas por él pueden significar libros de éxito, y acierta. De lo que se trata es de comparar la evolución de las personas que rodean a Eldan en diferentes momentos de su vida con la malsana acedia que atenaza al escritor. Podríamos recordar así Un corazón en invierno (1992), de Claude Sautet, ambientada en el mundo de la música, como un buen ejemplo de lo que la frialdad afectiva implica en las personas que tienen la inmensa desgracia de enamorarse de quien menos les conviene: témpanos de hielo.

            La película de Wenders transcurre en cuatro momentos: el inicial de arranque del filme, dos años después, cuatro años después y otros cuatro. Diez años, por lo tanto, transcurren desde que empieza la acción, y no es casual que se elijan cuatro momentos, puesto que ése es el número de veces que el protagonista se relaciona con cuatro personas diferentes: su primera novia, la madre que lee a Faulkner, su actual pareja y el hijo de la madre que leía a Faulkner. Todos ellos bajo un mismo denominador: la vida que reclama su sitio frente a la apatía del novelista. El éxito vibrante de sus libros, frente a la indolencia del narrador. Inepcia afectiva frente a talento creativo.


             Por lo tanto, Todo saldrá bien se erige como una portentosa muestra de la vida real frente a ese componente evasivo que puede tener la creación literaria. No es necesaria que sean así las cosas. No es imprescindible que el artista acorche sus emociones ante las diferentes existencias que se despliegan delante de sus narices, pero tampoco es imposible.

            De lo que Eldan escribe, la verdad es que no llegamos a saber nada. Nada se muestra de ello al espectador, porque lo que de verdad interesa a Wenders es la actitud del creador, o de los creadores, en general, pequeños dioses en torres de marfil, desinteresados de la vida de los mortales, incluso cuando recibe una carta desesperada de alguien que implora una palabra con él, construido todo ello sobre una banda sonora tremendamente inquietante, a cargo de Alexandre Desplat.

            Así pues, asistimos en esta película al Wenders menos simbólico, menos hermético, más accesible, más lineal, que todavía se permite un inequívoco rasgo de soberbia: la grabación en 3-D para una película cuya historia no necesita de ese virtuosismo técnico, dado que podría seguirse perfectamente en dos dimensiones. Pero todo ello forma parte de la apuesta de Wenders por la vida: desde el primer al último fotograma, créditos incluidos, todo está rodado en tres dimensiones, porque de ese modo, las escenas que se desarrollan ante nuestros ojos son mucho más tangibles. Los seres humanos que interactúan en Todo saldrá bien son casi tan reales como los propios cuerpos de los espectadores. Encarnadura humana. Personajes de carne y hueso. Real como la vida misma.

Francisco Javier Rodríguez Barranco